diciembre 2010

lunes, 6 de diciembre de 2010

No rompan los sueños. Enrique Pinti ( La Nación )

Cuando se es joven las ilusiones toman una dimensión extraordinaria y, a veces, llegan a convertirse en quimeras, lo cual es natural que ocurra. Es la época vital en la que se sueña, se proyecta y se idealiza un futuro lleno de incógnitas, pero también colmado de esperanzas. Desde luego hay juventudes y juventudes. Los que llegan a esa edad en medio de la miseria, la marginación y el abandono no pueden proyectar lo mismo que los que han crecido en un entorno contenedor y afectuoso, pero de todos modos el divino tesoro de la juventud habilita espacios para sueños de un futuro mejor. Por eso es arriesgado y gratuitamente cruel destrozar esas ilusiones con juicios o, peor aún, con prejuicios. ¿Quién es uno, por autorizado que se considere, para destruir a un joven con vocación? Con lo difícil que es encontrar en este mundo mercantilista y superficial a jóvenes con ideales definidos y objetivos de vida sólidos, es un pecado de omnipotencia tirar por tierra con severidades extremas sueños y esperanzas. No se trata de perdonar defectos y no señalar los puntos flojos o directamente malos que puedan observarse en los aspirantes, sino de hacerlo con tacto y verdadero interés por mejorar o eventualmente ayudarlos a encontrar otros caminos para los que pueden estar mejor dotados. Desde ya conviene aclarar que no nos estamos refiriendo a los concursos, certámenes y demás eventos supermediáticos donde la mayoría de los concursantes tiene una única vocación: la fama por la fama misma, sin ningún prurito para conseguirla a cualquier precio. Digamos que en esos casos también hay objetivos claros, pero la única sensibilidad que puede salir maltrecha de las devoluciones agresivas es la que emana de un ego desmesurado y una prepotencia tan criticable como la de los jurados a los que les importa más la notoriedad que el profesionalismo y la sabiduría de sus calificaciones. Esos son terrenos muy diferentes de los que implican las verdaderas aspiraciones a la excelencia, y esos son los sueños y vocaciones que no se deben destruir. El vejete que esto firma fue joven y tuvo la enorme fortuna de tener una vocación clara y definida, y también -y esto sí es un privilegio- toparse con profesores, examinadores y superiores con un sentido de la justicia y la objetividad realmente ejemplares. Recuerdo como si fuera hoy cuando, a los quince años, rendí una prueba (hoy se llamaría audición) para integrar un elenco juvenil que debía inaugurar la sala Casacuberta del Teatro San Martín, entonces en etapa de construcción (corría el año 1955); había que elegir dos monólogos, uno dramático, el otro cómico, de cualquier obra teatral a nuestro alcance. Mi propensión a creerme más de lo que era se puso de manifiesto en mi elección del fragmento dramático: nada menos que una escena de un viejo melodrama portugués Fray Luis de Sousa, que había encontrado revisando la biblioteca de mi difunto abuelo materno. El monólogo no se andaba con chiquitas, ya que era la confesión de un clérigo que había engendrado una hija y que, como castigo divino, la hija contraía una mortal enfermedad y moría ahogada con vómitos de sangre y el pobre cura pedía perdón por el horroroso pecado. Imagine el lector el papelón de aquel gordito sin experiencia -no sólo teatral, sino de vida- recitando un texto lleno de abigarrada adjetivación con un estilo pasado de moda aún en el 55. La gran maestra Blanca de la Vega, a cargo de la selección, debe de haber tenido que hacer un gran esfuerzo por no estallar en carcajadas. Luego siguió el monólogo cómico, que era un trozo de Las de Barranco, donde el personaje de Rocamora se declara a una de las hijas (la que no le gusta) hablando en volumen alto para que lo oiga la que él quiere. El comentario, o sea, la devolución, como se diría hoy, fue simple y delicado: "Lo tuyo es la comedia, hijito. Tienes un gran porvenir como comediante", y obvió el desastre portugués. A los quince no lo comprendí del todo, pero salí de aquel examen con la buena noticia de que para algo tenía porvenir. Mi suerte fue no tener que escuchar nunca el "dedicate a otra cosa, nene", frase que no se le debe decir a ningún joven, porque la vida está por delante. Y será preferible que sea la vida quien le enseñe el camino y no un juicio lapidario de algún vejete resentido o despótico.


http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1320139
 

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